“La eternidad de un clic” (o “Abuelo Alla: ayer, ahora y siempre”)

Mirando la foto de arriba a abajo y de izquierda a derecha, como enseñan en la academia de arte: la ventana a la calle Masó, desde donde se ve el Estadio Latinoamericano a cinco cuadras. El televisor NEC comprado –creo- que con los chavitos que daban a cambio del oro y la plata. Las flores plásticas sobre el armario que llevan ahí (las flores, el armario) desde el bigbang. Una foto de abuelo y yo, impresa y enmarcada, tomada en algún momento del año 92 o 93 por algún fotógrafo del PhotoService de Galiano donde él trabajaba por la izquierda, y correteaba yo cada verano entre máquinas de impresión, y recipientes de química fotográfica. La lámpara de noche color verde, condenada a la altura desde que convenientemente la alejaron del alcance de unos niños que ya tienen edad para ser padres de otros niños que podrían tener la misma edad de aquellos de cuyo alcance alejaron la lámpara de noche color verde.

A la izquierda otra vez, pero a media altura: el televisor APEX de tubo que sustituyó al NEC, para ver el béisbol y la telenovela (siempre me provocó una sonrisa la imagen de ver la pelota en la tele mientras en la ventana brillaban las torres del estadio). Las flores plásticas sobre la cómoda que llevan ahí (las flores, la cómoda) desde el bigbang. Abuelo y yo, casi veinte años después de la foto del Photoservice. Él más flaco ahora, como si no hubiera pasado por 10 zafras, y yo con menos pelo, encuadrándonos en el visor de una Fuji X100, sentados sobre la misma cama donde nos leyó a mí y a Grettel tantas veces el libro de “La urraca aliblanca”.

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– Pipo, ¿esa camarita es la Smena 8 que yo te regalé?

– No abuelo, ésta es un poquito más sofisticada, pero sí, se da un aire.

– ¿Aquella Smena fue tu primera cámara, verdad?

– Sí viejo. Tú me la regalaste cuando todo el mundo me daba por loco el día me dio por la fotografía.

– Aquella costaba como veinticinco pesos.

– ¡Ja! Ésta vale como mil doscientos.

– ¿Pesos?

– Dólares. A ver, mira para acá por el espejo.

– Cojones. Mil dosci[CLIC]ntos dólares.

– Pero la Smena la conservo aún. Esa es más importante que ésta.

– ¿Por qué?

– Porque me la regalaste tú.

– Más te vale.

Luego, más a la derecha, la almohada, tal vez la misma que yo apretaba de niño cuando Abuelo Alla me inyectaba las penicilinas no sin antes mentirme con que “ésto es una picadita de mosquito”, luego la ventana a la avenida 20 de Mayo, desde donde solíamos otear la ciudad con sus prismáticos y mirar al público saliendo del estadio Latinoamericano. Sobre la mesa de noche, la grabadora de Grettel, que sustituyó a la doble casetera Crown (comprada –creo- que con los chavitos que daban a cambio del oro y la plata) y gracias a la cual la banda sonora de nuestas vacaciones de verano eran, (cara A, cara B, cara A, cara B…) Romance, de Luis Miguel, Por qué será de Rudy la Scala y el Oxígeno de Willy Chirino. En la parte inferior, finalmente la cómoda que sostiene al espejo, repleta siempre –cosas de viejos- de cosillas, medicinas, almanaques y papeles. Bajo el cristal, irremediablemente adheridas por el tiempo y las humedades, las típicas fotos de carnet o de familia que nos tomamos alguna vez y a las que cada vez nos parecemos menos. Una intrascendente milésima de segundo de nuestro paso por el mundo a donde no volveremos nunca, pero nos quedaremos siempre.

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