“A todo tren” (O cómo un viajecito corto y barato al Pan de Matanzas puede convertirse en una travesía por uno mismo)

2013-08 Pan de Matanzas 080 copia

A Sofía, porque me animó a volver a escribir.

Y a Hiromi Uehara. Su “Haze” hizo bello el retorno.

Romper la inercia

Despertar donde casi todos los días sin creerte que lo último que verás hoy no será nuevamente tu ventilador de techo. Revisar la mochila, que tras cada viaje se hace más pequeña. Ryszard Kapuscinski decía sobre los reporteros de guerra: “gente que viajan por el mundo con dos camisas sucias y una libreta de notas”. Y una cámara -agrego yo- y me propongo, en medio de éste minimalismo a ultranza, a dejar la D1X y llevarme solo la D200 con una óptica fija. Mi reto será contar todo lo que parezca contable, usando solo un Zenitar de 16mm. Me estoy poniendo viejo: antes, intentaba cargar con objetos que tuvieran más de un uso. Ahora más curado de imprevistos, llevo lo exacto y me encomiendo a Murphy para que el azar no actúe de maneras insospechadas, y el viaje salga tal cual lo planeado. Me miro en el espejo y me sorprendo: he cambiado las botas por los tenis, el pantalón de campaña por el short y la camisa de mangas largas por algún pullover fresco. “Es turismo de bajo perfil, no un entrenamiento de supervivencia”. (Mierda, en serio que me estoy poniendo viejo).

En Calzada y L me esperan Pablo, Ariam y Luis, alumnos de tercer año de FAMCA, quienes han aceptado gustosamente acompañarme por las más humanas o divinas razones, y se resumen en a-ver-qué-se-le-ocurrió-ésta-vez-al-“profe.” Como es un viaje de ida y vuelta en poco más de 24 horas, evitamos comprometernos con la cocinadera y todo lo que conlleva (utensilios, leña, combustible, fregado… y sobre todo: tiempo). Así que con dos panes de 10 pesos bastará para todos. Y nos llevamos 3, por si acaso. Y nueve turrones de maní… y un pomo de mayonesa… y un kilo de galletas de soda. De hambre no nos morimos. Luis suma una libra de jamón, un trozo de queso y un tercio de barra de guayaba. Ariam se animó con algunas guayabas en fruta, y por último pedimos para llevar, un pomo de refresco cola y litro de vodka. El refresco con leche en polvo debe ser un sustituto de café cortado, para complacer a los adictos. Fácil de preparar, limpio, y no necesita fuego. Y además, agua, por supuesto. Porque en la cima, no hay. Todos piensan que con cinco pomos para cuatro será suficiente. Mañana en la mañana, habrá que ver si es cierto.

Todo listo. En marcha. La hora de salida era a las 09:00, “hora cubana”, o sea, 10:30, a los efectos. Llegamos a la terminal de la lancha de Casablanca pensando en cruzar sin contratiempos. En un final, lo más amenazador que llevamos son cucharas plásticas… AH! sí… y una botella de vodka… DE CRISTAL. Luisito, el portador, ha quedado descalificado por la policía para la excursión marítima y yo, como adulto supervisor del grupo, lo acompaño a esperar el ómnibus que nos cruzará por tierra. La guagua se detiene a los pies del Cristo de la Habana a siete minutos de la salida del tren. Nos dejamos llevar loma abajo por un camino cada vez más estrecho. Llegamos dando tumbos, justo a tiempo para caer de golpe y con el último pitazo, en un asiento del segundo vagón. Y “a viaje!”

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El tren y yo

Al pasar por una de las últimas construcciones de Casablanca, señalo una pequeña y modesta y les digo a los muchachos “De ahí salió un FOTÓGRAFO” Hablo de mi cuñado y hermano Mayangdi Inzaulgarat, a quien no pude evitar preguntarle cómo se duerme cuando por el patio de tu casa pasa una línea de ferrocarril “Uno se acostumbra. A veces sirve hasta como un reloj. Pregúntale a la gente que vive cerca de un aeropuerto”. El silbato de un tren en medio de la madrugada siempre me provoca nostalgia. Ahora, 33 000 voltios impulsan la maquinaria hacia adelante, mientras mi memoria comienza a funcionar en reversa, al compás del sonido de los rieles…

(“Tracán. Tracán”)

Mi tren de juguete, en Kalinin, URSS. Los tramos de línea rectos eran verdes, los curvos, rojos.

(“Tracán; tracán”)

Camino a Santa Clara, tras pocos días del accidente ferroviario de Manacas. Era de noche, mi madre iba asustada y yo molesto porque estaba oscuro y no veía el paisaje. Mami no durmió del miedo. Yo no dormí frente a la ventana tratando de vislumbrar… qué sé yo… algo.

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(“Tracán, tracán”)

1993. En los años más crudos del Período Especial, se decidió usar un tramo de línea del Hersey para compensar la escasez de ómnibus hacia las Playas del Este en los meses de verano. He visto fotografías de los trenes de la India, abarrotados de personas que viajan incluso en el techo. Dejá vú. La suerte de quienes vivíamos en Guanabo, era la de tomar el tren en sentido inverso a la demanda: mientras la multitud en viaje hacia la playa se apretaba en los vagones en la mañana, y a su regreso a la ciudad en la tarde; mis padres, mi hermana y yo, lo tomábamos a la inversa, casi vacío.

(“Tracán tracán”)

2004. Mi primer viaje a Canasí. Abordamos a las 21:10. Ya nos habían advertido que alguna rotura, sería lo normal. Se rompió cuatro veces. Nunca había viajado en un tren eléctrico de noche y noté que a pesar del cielo despejado, alrededor de nosotros parecía relampaguear. Más tarde me percaté de que se trataba de los chispazos al contacto de la torre del vagón con el cable de alta tensión. Al bajarnos del tren, la luna llena iluminó los tres kilómetros que distan entre la estación y la costa. Llegamos a la boca del Río Canasí a las dos y media de la mañana. A tientas, armamos la casa de campaña. Al “artista” que suscribe le dio por abrir el mosquitero para contemplar las estrellas. Amanecimos casi con anemia. Los jejenes, con resaca.

(“Tracántracán”)

Agosto del 2006. Domingo. El último vagón, casi vacío. La creí dormida y me fui a la cabina trasera a mirar, tras los cristales la película “Cómo se aleja el mundo desde un tren en marcha” que nunca filmó Andy Warhol, y probaría en la práctica la Teoría de la Relatividad. Entonces ella entró y cerró la puerta. Einstein y Andy Warhol se fueron al carajo. No hubo una palabra, y ni falta que hacía. El vaivén, la velocidad, y la imagen de cómo el presente se escapa en segundos, dispararon los sensores, y nos llevaron más allá del deseo y del acto.

(“Tracántracán. FUUUUUUUUU!”)

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6 de marzo del 2009. En la memoria, aquella foto de grupo en la estación de Hersey, una tórrida tarde de julio del 2007. El vago azar o las precisas leyes que rigen el universo, me han traído al mismo sitio en circunstancias diametralmente opuestas. Estoy solo, con un frío que parte la cáscara, en una estación tan vacía como los trenes que detienen su marcha. Abren y cierran sus puertas sin que nadie las cruce, como los ascensores cuando paran en el piso equivocado. Aquel grupo que fuimos, ya no era El Grupo, a pesar de las vivencias y de los buenos momentos compartidos. La madrugada siguiente, a la luz de la luna llena y al calor de de los restos de una fogata, un muchacho cristiano me hablaba de su devoción por Jesús. Cuando me preguntó si tenía alguna creencia, volví mis ojos al campamento donde ya dormían todos. “Mis amigos. Ellos son mi dios, mi religión, mi fe”. Cómo no estar triste si nosotros, los de entonces, ya no éramos los mismos. Tal vez, en materia de aferrarse a algo, sea más práctico un libro de 2000 años que el ideal de conservar a una persona finita y sujeta a tantas causas y azares. Sentado en la misma escalera donde Olga y yo nos reconciliamos aquella vez, saco un lapicero, un block de notas, y sale, así sin más, de un plumazo:

“Había una vez que éramos pobres y felices. Los trenes nos llevaban siempre hasta donde queríamos, con los bolsillos vacíos y las mochilas llenas de sueños. El mundo presumía de color. La luz brillaba más. Cualquier lugar era bueno para hacer el amor. La tibieza había dejado de ser un milagro y nos acompañaba en las noches. El cielo era el techo, el frío de la intemperie nos daba abrigo, y el silbato de los trenes era el himno de la libertad. Los nombres de las paradas y las líneas de las carreteras no dejaban de pasar frente a nuestros ojos. Podíamos estar la vida entera en el banco de una estación.”

“Hubo una vez en la que íbamos a todos los lugares y no regresábamos de ninguno, porque siempre nos prometíamos volver. Hubo una vez en la que el porvenir era tan bello que solo podíamos mirar hacia adelante.”

“Había una vez en la que éramos pobres.”

“Y felices”

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(“Tracántracán-Tracántracán-Tracántracán”)

Aquella metáfora de que la vida es como un tren que va inevitablemente en una sola dirección, donde las personas suben y bajan en dependencia de su propio plan de viaje. Algunos solo van hasta la próxima parada, otros se quedarán durante todo el trayecto. Unos se sientan por casualidad, más cerca de uno y surge el diálogo e incluso, el afecto. Otros, más alejados, aún cuando sus rostros se nos hagan reconocibles, ni siquiera sabremos su nombre. Unos decidirán, acaso, seguir junto a nosotros, otros se despedirán, muy a su pesar, para continuar su propio itinerario.

Así de simple. Y a veces, así de duro. Tal vez asumirlo desde el principio, sea un antídoto contra la melancolía que nos amenaza de muerte las tardes de domingo después de ver el fútbol o Love actually.

5 de Agosto aún. Pasado el mediodía

“¿El tren de Hersey? Pero eso es un bun-bun-chácata que para en todos los postes” Ana tenía razón, salvo que el “bun-bun-chácata”, más que un medio, es parte del fin de este viaje. Milton Hersey hizo construir el ferrocarril que lleva su nombre pensando en una conexión con las terminales de azúcar de los puertos de La Habana y Matanzas. El fatalismo geográfico de un central azucarero ubicado a medio camino entre ambas ciudades fue convertido en una ventaja. Dos pájaros de un tiro, que resultaron ser tres, porque el tren se convirtió en una popular vía de transporte utilizada por generaciones de cubanos. En el mismo espacio físico, pueden coincidir un día cualquiera, personas disímiles y con objetivos diferentes: comerciantes de queso o yogurt, campistas de fin de semana, locales que viajan de un pueblo a otro a visitar a un familiar, o pintorescos turistas que exploran otra forma de viajar por Cuba.

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Los muchachos se relajan y conversan. Pablo hace cuentos de su Ecuador valiéndose de un stock tan suyo de recursos histriónicos que siempre es un placer escucharlo. Ariam hace gala de su temperamento flemático: observa y escucha casi todo el tiempo. A veces participa y ocasionalmente toma secuencias de video. Luis escucha música o duerme por ratos. En algún momento se anima a preparar un refrigerio.

En la estación de Hersey el conductor nos sorprende con dos noticias: la buena es que tren continúa viaje, la mala es que no llega hasta Corral Nuevo, nuestro destino previsto, sino hasta San Antonio de Río Blanco, una parada antes. Comenta que la línea de alta tensión está averiada en algún tramo entre Río Blanco y Matanzas, y de ahí en lo adelante en tren no puede continuar. Caminaremos pues. No hay alternativas.

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15:40. La parada de “San Antonio” es apenas la casa del guardavías, y un cruce de terraplén. Hasta Corral Nuevo, serán unos 2km. De Corral a “La Loma del Pan” 3km. De la base a la cima, otros 2km más de pendientes largas y empinadas. A la salida del pueblo, en el borde del camino, hay una especie de grifo gigante para llenar pipas de agua y que resulta un oasis. El agua está fría, sabrosa, refrescante. Se llenan las reservas y se reanuda la marcha. Ya es hora: descorchamos la botella ceremoniosamente, pero este vodka de caña sabe a filo de machete. “Guárdalo ahí. Vendrán tiempos peores”. Finalmente el camino de tierra se convierte en una carretera de hormigón. Son las 16:50 y el Pan de Matanzas tiene 345 metros de altura. Ciertamente no es el Aconcagua, pero el ascenso tiene inclinaciones a veces de más de 45º. El desafío empieza. Han pasado siete años desde mi última vez.

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La subida

En el primer tercio del ascenso la tropa empieza a dar señales de fatiga. Síntoma inequívoco: las preguntas.”¿Oye, siempre es así de inclinado?” Luis se muestra bastante ágil, Ariam se atreve incluso a correr, pero Pablo suda a chorros y va rezagado. “¿Qué pasa, serranito? En Ecuador los picos son más altos…” “Si, pero no hay esta humedad” Y tiene razón. La humedad sofoca y hace doblar los esfuerzos. Cada vez los latidos del corazón son más rápidos y los intervalos de descanso más frecuentes. Luis intercambia mochilas con Pablo. Yo me he echado a hombros la casa de campaña, y no es su peso, sino lo incómoda que resulta por el tamaño. Intentamos subir en zigzag. “¿Oye, falta mucho?” Se camina más pero la pendiente y el esfuerzo son menores. De cualquier manera, me siento en forma y me agradezco haber cambiado el “fashion statement” de fotógrafo con chaleco y botas, por algo ciertamente más fresco y ligero. Durante el segundo tercio de la marcha, el Valle de Yumurí se muestra en su esplendor. Es más o menos la misma hora a la que ascendí que en mi viaje anterior, y el Sol baña el valle modelando los árboles y las colinas circundantes, que son de color marrón. A pesar de encontrarnos a mayor altura que sus 114 metros, el Puente de Bacunayagua distante a 11 km de nosotros, luce inmenso. “¿Oye pero… otra subida más?” El altímetro del GPS indica más de 300m. Ya estamos cerca, pero me lo reservo para disfrutar las reacciones de los muchachos cuando finalmente vean todo el horizonte. Yo voy último, pues me he quedado atrás para apoyar a Pablo. Los gritos de Luis me avisan antes que el teléfono: hemos llegado. Descubro que tengo cobertura telefónica, y me regalo un SMS para Mayangdi que anda por Brasil. “I am here: time 06:04PM Input my current lat, Ing in maps.google.com to check my location: 23.032922,-81.690492”.

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La cumbre

“La Loma del Pan” estuvo desierta hasta que a los militares instalaron una unidad de comunicaciones en la cima. Mientras no se construyó la carretera por donde subimos los abastecimientos llegaban por helicóptero. En los años 90 fue retirado el emplazamiento. Unos dicen que fue por la crisis, otros dicen de las tormentas eléctricas. Luego la población de la zona hizo su parte desmantelando las construcciones, ladrillo por ladrillo. Aún quedan restos de equipos electrónicos, algunos muros semiderruidos, y una explanada de hormigón. El panorama ofrece una visual casi completa de la región. Al norte, las alturas de la costa, sobre las que serpentea la Vía Blanca y se deja ver, tras la caída del sol, el resplandor de los quemadores de gas natural. Al oeste, el valle de Yumurí y una presa que acaba donde comienza el Pan. Al sur, la Carretera Central y una llanura inmensa. Al este Matanzas, la ciudad toda, que resplandece en las noches. Y la bahía, y la Zona Industrial. Más allá el aeropuerto, y al fondo las luces de Varadero.

“¡Sírvase quien pueda!” Sí, porque hace hambre. Incluso hormigas de todos los tamaños también se acercan a probar los manjares exóticos que les dejamos caer. Al rato son historia los panes, el jamón y el queso, las barras de maní, la guayaba… los pomos de agua se vacían en minutos y yo escondo uno, por si acaso. La noche va cayendo, y nosotros nos caemos también, pero a mentiras. Un murciélago se lanza varias veces en picada en a la caza de insectos, pasando muy cerca de nosotros, haciendo zumbar sus alas. Luis prefiere ocuparse de la música y se queda frente a la computadora portátil. Pablo “exprime” a su Nikon a fondo. Ariam participa en todo, comenta, filma, y observa. No sé cómo sucede, pero en ocasiones como estas, el tiempo se va volando. Recuerdo que soy profesor, y sugiero algunos ejercicios aprovechando el lugar: mezclar fuentes de iluminación con la misma intensidad, “pintar” con luces, experimentar con tiempos largos de exposición… De repente son como las diez de la noche, cosa que no importaría si no estuviéramos realmente cansados. Nos metemos en las casa de campaña y sobre el piso duro, y en medio del silencio, nos vamos matando del sueño unos a otros, filosofando sobre la existencia.

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“El viento de la noche gira en el cielo y canta”

Me desvelo como a la 01:30 recordando a Martí: “la noche, bella, no deja dormir”. Hermosa ésta, y para ser perfecta solo faltaría la luz de una luna ausente. Corre la brisa, algo fría, y me cubro con mi sábana. El vodka ya no sabe tan mal. Matanzas duerme a 10 kilómetros y 300 metros bajo mis ojos… Qué sensación de eternidad. Qué Paz.

A ésta hora no parece tan casual que la forma del Pan de Matanzas recuerde a una mujer tendida. Conquistar la cumbre, ha sido como conquistar a una dama: deseo, paciencia, perseverancia, y un poco de técnica… nada fácil, aún así. Y todo ello, ¿para qué? ¿Para darle envidia a los amigos? ¿Para presentársela a la abuela? ¿Para colgar las fotos en Facebook? “La Loma del Pan” no es ni tan grandiosa ni tan significativa. Acaso otra elevación con una vista más o menos diferente, algo difícil de subir, y que no difiere mucho de otras similares. También en la cama uno suda, se cansa y repite más o menos las mismas acrobacias de siempre, amén de lo mucho o lo poco que le haya costado agenciarse la compañía. Pero lo que hace diferente a una montaña de otras, es lo mismo que hace diferente a una mujer de otras: es la entrega, el deseo, el placer y el orgullo de haberla elegido entre tantas, el tiempo dedicado a sentirla y hacerla sentir importante, a sentirla y hacerla sentir única. Aún cuando no sea ni la más alta, ni la más hermosa.

Tal vez la conciencia de lo efímero, de que solo hay una noche para vivirla, le dé valor a la experiencia hoy. Y tanto más, el día de mañana. Porque del amor se aprende cuando se extraña más que cuando se tiene. Porque todo esto en breve, será parte del pasado y se escapará como la imagen en la cabina del tren. Porque la posibilidad de volver no dependerá solamente de desearlo, de viajar tres horas y caminar siete kilómetros, sino de que lo conceda la vorágine del resto-de-la-vida que nos espera a la vuelta. Porque la selva se cerrará por años, por siempre acaso, como al protagonista de “Los pasos perdidos” cuando quiere retomar la otra existencia que experimentó con intensidad y plenitud, al salirse de su rutina urbana. Cuando uno rememora estos viajes, no piensa en el cansancio tras subir la pendiente empinada, ni en el piso duro sobre el cual durmió. Extraña un estado de ser, el sabor de la escapada, la libertad de haber sido, al menos por unas horas, lo que uno ha querido ser desde hace mucho.

A partir de ahora, el Pan de Matanzas no será lo mismo para mis muchachos. Aunque solo lo vuelvan a ver de lejos, aunque no lo suban más nunca. Unos les hablarán de la leyenda aborigen de la mujer dormida. Otros les dirán que es la mayor elevación de la zona, según el Atlas de Cuba. Ariam, Pablo o Luis, proyectando en su recuerdo ésta imagen es que ahora tan real, solamente dirán “Yo he estado ahí”.

Abro y cierro los ojos, respiro hondo, escucho, tratando de conservar esta sensación. Bien sé que el amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero. No hay tecnología, por avanzada que sea, que consiga retener la brisa fresca de la madrugada, el olor del valle, las luces de la ciudad, el canto de los grillos… “¿Y si ahora cayera una estrella?” Y, mire usted, no termino de pensarlo, y cae una estrella. Estoy vivo, coño. Vivo.

Vuelvo a mi “cama”. Son como las tres. No hay foto. Este momento fue un regalo para guardarlo en el alma, no en la promiscuidad de los clústeres de un disco duro.

Agua

Me levanto con las primeras luces. Shakira tiene razón: las caderas no mienten. Al filo de mis 30 años ya soy menos tolerante a pernoctar sobre una plancha de hormigón. El valle de Yumurí ha amanecido cubierto de neblina. Emplazo la cámara y la configuro para un time-lapse de una fotografía por minuto. A las 7:30, preocupado por los horarios del tren, despierto a los muchachos con el sonido del obturador de la Nikon marcando el tiempo. Gusta el “mejunje” de refresco con leche. Y viene la pregunta: “Eh! ¿Se acabó el agua?”. Sonrío para mis adentros y saco la reserva que escondí en mi mochila. Igual, no alcanza. No sin dolor me lavo las manos con vodka. Mientras recogemos el campamento Luis intenta sin mucho resultado encender un cigarro haciendo converger lo rayos de sol usando un lente de 50mm. Sobre las nueve de la mañana, empezamos el descenso. Luis corre, loma abajo, hasta que encuentra una yagua de palma. Se desliza por tramos y nos espera al final de la carretera, sonriendo como un muchacho que viene de hacer una maldad. Ariam ha bajado a su tiempo. Y Pablo, se atrasó otra vez.

La sed desespera: los muchachos no ven la hora de llegar a la “ducha” de ayer para refrescarse. “¿Luisi, a qué vinimos?” -pregunto- “A pasar trabajo, asere, a pasar trabajo de otra manera” -contesta sofocado y sediento-. Sonrío para mis adentros y me pregunto si algún día entenderá. Tras media hora aparece el colector, y no saben qué hacer primero, si bañarse, o tomar agua o llenar los pomos. El agua está sospechosamente sabrosa. No parece de venir de una presa o de un pozo. Por la carretera se acerca un tractor que tira de una pipa de agua. Viene a llenar y hay que darle sitio. Se acabó el aseo matutino.

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Juan Antonio, Tony, nos cuenta que nació en Río Blanco y siempre ha vivido aquí, salvo cuatro años que estuvo fuera. NO especifica dónde es ese “fuera”. A su regreso, le compró el tractor y la carreta cisterna a un amigo. Cuando la pipa del gobierno se descompuso, Tony fue contratado por los clientes de la estatal, además de los suyos propios. Como bonificación, recibe del gobierno una cantidad de petróleo adicional. Resulta que el agua de la tubería no puede ser más pura: viene de un manantial ubicado en la “Loma del Pan” -eso explica la temperatura, el sabor, y la limpieza-. El colector fue proyectado por un ingeniero hidráulico que diseñaba el suministro para las vaquerías de Provincia Habana, hoy Mayabeque. Porque la carretera donde estamos es, de hecho, la frontera entre las dos provincias. Luego aparecieron los habitantes de Corral Nuevo (Matanzas), que obtenían el agua de pozos, y solicitaron permiso para tomar ésta, de la cual se comenzaron a sentir dueños con el tiempo y con el uso. Hoy, la gente de Corral Nuevo incluso se molesta con los de Mayabeque que vienen a buscar agua a SU colector. Conflictos por agua potable. Un tópico sobradamente universal: hoy son desavenencias entre pueblos, mañana podrían ser guerras entre naciones. De aquí sale un reportaje en un día, o un documental en menos de una semana.

Cuando le revelo a Tony que soy profesor de la universidad y los muchachos son alumnos, siento el cambio en el trato. Cuando uno es universitario o está en camino a serlo, a veces no comprende la admiración que ello le inspira a los que no lo son. La transición en la expresión de Tony me ha llevado de la categoría de “chiquillo loco” a “persona a respetar”. Incluso se ofrece a adelantarnos una parte del tramo hasta la estación. La “botella” no nos pudo venir mejor. Tras una pequeña espera en Río Blanco, abordamos casualmente, el mismo tren de ayer. El 505.

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El regreso

A pesar de que la idea de ir a Varadero fue rechazada de forma tajante, intenté un par de maniobras diversionistas para demorar el regreso. Primero, Canasí, luego Guanabo. Nada, los muchachos están cansados y ansiosos por regresar. Yo también me descubro algo agotado. El día no está de lluvias, pero sí un tanto gris y nada playero. Seguimos entonces. Y es momento de individualizarnos. Pablo hace fotos desde su asiento, Ariam duerme y Luis escucha música en su laptop. Yo me voy con mis bartulos a otra parte, y quedo un buen rato de pie frente a la ventanilla. Viejos vicios.

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El camino de regreso se siente más corto. Esta vez sí montamos todos en la lancha. Apresuramos las despedidas. Luis insiste en “calzarnos” con hamburguesas y jugo de naranja, pero ya todos tenemos la cabeza en casa. No hubo resumen, no hubo “debriefing”, ni unas palabras de despedida. Más bien cada quien toma su camino, con el nivel de locura con que termina “Autopista del Sur” de Cortázar. Con lo mal que me caen las despedidas…

2 thoughts on ““A todo tren” (O cómo un viajecito corto y barato al Pan de Matanzas puede convertirse en una travesía por uno mismo)

  1. Pingback: Heráclito y el Pan de Matanzas (o cómo no se sube dos veces una misma montaña) | Kilómetro Cero

  2. Ya han pasado 10 años, y pasaran otros 10, y ya no somos los mismos, pero tal vez si… Y quizás hoy me visto de traje, me corto el cabello bien corto y tomo más café de lo necesario, pero nunca me voy a permitir estar muy lejos de esos días de Julio del 2007 en la estación de Hershey.

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