¡Caballo, caráj! (O “La última milla del Champagne Supernova”)

Febrero 26, 2021. Algún lugar de la I-75. Florida. “Pushing the limits”

Cae la tarde y yo llevo un buen rato conduciendo en dirección oeste con un sol de frente que esquivo mirando a ambos lados el paisaje de los Everglades. Voy a 60 millas por hora – una velocidad absurdamente lenta para una autopista norteamericana- con la excusa de no apretar el nuevo-carrito-viejo que estoy conociendo. “No lo lleves recio –me advirtió mi amigo Mario al vendérmelo- Eso es un carro intermunicipal, para ir al trabajo y hacer las compras”. Y detrás esa línea me mantuve por casi dos meses …. hasta hoy, que decidí tantear sus límites.

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-…estoy leyendo un ensayo sobre Moby Dick – me comenta Melián en un clip de voz-. El autor dice justamente que una de las experiencias inherentes a la vida en los Estados Unidos es la de atravesar en solitario grandes distancias.

Reacciono al escucharlo y hasta le respondo a veces como si en realidad lo llevara de pasajero. Ésto sucederá luego tantas veces que hoy en día Carlos Melián no sabe a cuántos lugares me ha acompañado sin moverse de Santiago de Cuba.

Eso de “ir conociendo el carro” es realmente la mitad del pretexto. En realidad también me observo mientras transgredo los límites dentro de los que me he mantenido hasta ahora. Contaba Ryzard Kapuscinski sobre los soldados bisoños que disparaban al aire como si el sonido les matara el miedo a matar. Yo en lugar de disparar acelero, pero despacio. Es mi primer viaje “largo” conduciendo solo, y gracias a mi sobredimensionado cuidado, recorreré en nueve horas las 280 millas entre Miami y Tampa que normalmente no toman más de cuatro. Luego equivocaré la dirección como todo buen novato. El viaje parece largo ahora, pero se hará cortísimo comparado con los que -SPOILER- vendrán luego. Mas eso aún no lo sé esa tarde mientas avanzo con el sol en el rostro. A Tampa llegaré tarde en la noche, y regresaré a Miami en dos días. Llegaremos a casa en una pieza el nuevo-carrito-viejo y yo con una fortalecida confianza en él, pero también en mí mismo.

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Enero – Junio, 2021. Sur de la Florida.

Siempre tuve sentimientos encontrados con que una de las primeras evidencias de nueva vida que enviaba a Cuba el emigrado fuera una fotografía junto su auto recién comprado. Nunca vi una, pero esa leyenda es sin duda parte del imaginario común de ambas orillas. No es hasta tanto uno mismo quien finalmente pone un pie de este lado que cae en cuenta que en un país tan extenso y distendido un vehículo no es un lujo, sino prácticamente una obligación para tomar el paso de la vida diaria.

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Yo llevaba dos años apañándomelas en una bicicleta (algo que desde hace mucho merece otro post). Nunca tuve planes de quedarme por mucho tiempo, aunque al final -pandemia incluida- se terminara extendiendo mi estadía. Pero apareció una novia … y con la novia, la familia de la novia … y con ellos las dinámicas sociales que me sacaban a empujones de mi cueva de ermitaño ecosustentable para integrarme al estilo de vida de una ciudad tan automotriz como Miami. Durante dos meses destiné cada centavo a juntar para un auto, y tan enfocado estaba en ello como solución a los primeros roces de la nueva relación que perdí la visión periférica del resto de las cosas. Tal vez por eso me tomara tan de sorpresa el mensaje de la chica que recibí apenas horas antes de cerrar la compra. “Ven a mi casa. Tenemos que hablar”.

Ella esperaba de mí alguien que solo existía en su narrativa propia y que cada día se le hacía más distante de quien yo era en realidad. Yo hacía cuanto podía por tomar el paso de la vida “normal” aunque más tarde cayera en cuenta que solo intentaba parecerme a ese héroe de la historia suya. El auto no era solo el objeto en sí, sino también el manifiesto de mi voluntad de persistir en ella. Pero siendo yo tan Ulises y ella tan princesa de Disney, era de esperar que las narrativas colisionaran más temprano que tarde. Las grandes desilusiones solo pueden ser hijas de grandes ilusiones, y “Los puentes de Madison” en la vida real no pueden tener más final que el que tienen en la ficción, por más que nos empeñemos en cambiarlo.

Una semana más tarde ya no estaban ni la novia, ni su familia, ni las problemáticas que solucionaría el auto. Yo volvía a ser el ermitaño de hacía tres meses, pero ni tan “eco” ni tan “sustentable”. En el carporch había ahora un auto goteando aceite y una póliza de seguros sumada a mis gastos mensuales. Decidí entonces reorganizar mis finanzas de tal forma que mi salario pagara la renta y el auto cubriera sus propios costos. En vistas a que su antigüedad y sus dos puertas lo ponían fuera de concurso para Uber, tanteé entonces la entrega de comida.

Postmates me aceptó el primero y ahí me quedé hasta su cierre. No solo se convirtió en un ingreso extra, sino también en una suerte de agencia de viajes que todos los días me daba un tour diferente por la ciudad que apenas conocía aunque llevara habitándola un par de años. 840 millas y 200 entregas más tarde cada vez necesitaba menos Google Maps para orientarme en ella. Cuando uno va haciendo su propia cartografía mental -y emocional- del lugar donde vive es cuando puede decir que comienza a tener una verdadera noción de pertenencia y deja de sentirse un visitante.

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Sin embargo, en Miami la frustración y el duelo por la relación fracasada ya duraban más tiempo que la relación misma. Distracciones aparte la vida seguía siendo pequeña: trabajar en una compañía de paquetería, alimentarme de lata y microondas, entregar comida durante tres o cuatro horas en las noches, y las escapadas quincenales a visitar a los amigos en Tampa u Orlando. Manejar se convirtió en una terapia para sobrevivirme, y aprender a corregir los desperfectos del carro mientras meditaba sobre mis errores fue también una manera de resolverme.

En cada escapada siempre intentaba explorar rutas diferentes más allá de la monotonía del paisaje floridano. I75, Turnpike, I95, y hasta la litoral A1A transitada a 50 millas por hora con las ventanillas abajo y la escotilla abierta como si no hubiera más que hacer en ésta vida que tomársela con calma. Dicen que la memoria archiva mejor bajo emociones intensas, y probablemente esa sea la razón de que yo conserve recuerdos tan vívidos de aquellas travesías de fin de semana. Se cerraban ciclos, como reencontrarme con Leandro, mi amigo del kínder tras años sin vernos, cruzar finalmente el puente Skyline como me había hecho prometerle su viejo ya difunto, o tener a mi primo Alejandro en el asiento del pasajero donde tantas veces me él llevó él siendo yo niño.

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En sentido general mi 2021 fue de cerrar círculos tanto geográficos como sentimentales. De completar historias pendientes o sencillamente aceptar el no-final de otras que más que completarse se habían desvanecido. Durante su primera mitad del año los pasos eran cortos pero firmes, y los días eran largos y sin embargo intensos. Puedo decir a toro pasado que hasta discretamente gloriosos. Al final de cada travesía siempre habían sonrisas y terapias de abrazos. El auto, ya después de que el padre del Noe me cambiara unas juntas y el alternador, me llevaba y me traía con confianza.

En esos momentos cuando uno siente que la vida parece no ir a ninguna parte, descubrí que ponerme tras el volante y conducir en la noche por una autopista sin mucho tráfico producía una percepción de que “algo” bajo mi “control” “avanzaba” “de alguna forma”. Nunca resolvía un carajo en la concreta, pero al menos “sentir” eso tal vez no curara, pero aliviaba un rato las frustraciones y los desengaños.

Pero sucede también que un día cualquiera la vida se desprende a correr sin previo aviso, como aquel en que recibí la llamada para preguntarme si estaba dispuesto a irme a trabajar por unas semanas a Los Ángeles. Así pues, pagué mi último mes de renta, metí todo lo que cupo en el auto, y solo dejé fuera una maleta con lo indispensable para irme a California.

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“Champagne Supernova”

Los cubanos casi siempre bautizan a su primer carro acá, y casi siempre es “Palmiche”. Luego no nombran más ninguno. Al principio quise llamarlo “Millennium Falcon” porque sus proporciones (enormes en comparación de lo que era habitual para mi) y su perfil bajo me recordaban a la nave de Han Solo. Pero Oasis sonó demasiadas veces dentro de él y su color dorado me lo pusieron fácil. “Champagne Supernova”, más allá de ser uno de los temas imprescindibles de la banda de Manchester, fue el soundtrack de una de mis mayores resurrecciones y uno de mis himnos de ahí a la eternidad.

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La música será en realidad el vínculo más fuerte entre mi auto y yo durante las incontables horas en solitario. “Zero Milestone” y “Kilómetro Cero” -temas en inglés y español, obviamente- que llevaba años compilando para cuendo fuera el caso, y “My (personal) Oasis”, que por alguna razón me activa como un shot de doble expreso. Detrás vendrá “Hamilton” en bucle, cuando Noe y Claudia me contagiaran el fanatismo al musical. Luego “Soundtracks”; una compilación de bandas sonoras que se pone Carlos Enrique en el gym y a mi me acompañó en un viaje no menos épico de Los Angeles a San Francisco lo largo de la costa del Pacífico. De ahí me robaré algunos temas para crear mi propia “Momentum” que escucho como placer culpable de camino a las coberturas de noticias para ponerme en situación como de ir a salvar el mundo. A San Francisco entré con “The Rock” a todo volumen y un año más tarde me subiré durante semanas a la I-10 en Houston con “TopGun Maverick”.

El quid (el mío, cuando menos) para las listas de carretera no es tanto que sean temas movidos, como que activen emociones. Y si además dan por cantar tanto mejor. Solo el Cielo y mi auto saben de los karaokes que he armado a lo largo de las autopistas interestatales.

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Agosto 2021. “Leaving Miami” (and leaving for good)

-Compadre, lo único que necesito saber es si ésto llega hasta New Jersey.

Dar con Gilberto, mi último mecánico en Miami, fue como encontrar un tesoro. Me gustaba que supiera, pero más me gustaba lo bien que explicaba cada problema y luego brindara soluciones que no me llevaran recio recio con los números. (Recio me van a llevar cuando llegue a los Estados Unidos de verdad y no en ésta esquina sur de la Florida conquistada por habitantes del planeta Cuba.) Lo voy a extrañar al Gilberto.

– Esto llega y vira, compay. Solo vigílale los líquidos. Estos honditas son indestructibles.

Dice esto con su acento holguinero y se voltea hacia su ayudante recién llegado a los Estados Unidos.

– ¡Mira, pipo! ¡Cuando te vayas a comprar tu primer carrito búscate uno como éste, que ya ni los de ahora los fabrican tan duros!

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En California manejé un Ford Escape 2017 y un Toyota Camry del 2020, pero sentarme tras el volante del viejo Champagne Supernova fue como volver a casa. No obstante, por fuera se sentía como todo lo contrario: seis semanas ausente y ahora percibía una ciudad distinta a donde había vivido en los últimos años. Al segundo día la grúa me remolcó por estar aparcado donde mismo lo había hecho durante meses. Como buena-mala “ex”, Miami me olvidó tan pronto salí por la puerta. Porque habitar una ciudad que no te gusta es como mantener una relación con alguien de quien no se está enamorado. Pueden establecerse reglas de convivencia, comerse la comida que prepara el otro, o tener el sexo que el cuerpo demanda. Pero al final del día la cabeza y el corazón están en otra parte. O cuando menos no ahí. Y durante esas tres noches Miami no perdió chance para recordármelo. Así que un par de abrazos, una última visita al taller, y a modo de postdata llevarme la bendición de mi sensei Bill Gentile que casualmente andaba de visita por Miami Beach.

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Rumbo norte por la I95 miré por última vez en el retrovisor los rascacielos de una ciudad que me ha dolido tanto y tantas veces, y que bien caro que me cobró lo que me dio. Repasé fugazmente lo vivido y se me escapó un suspiro, no de nostalgia sino de alivio. De no ser por tanta gente querida que la habita, igual me daría que se hundiera ahora mismo. Si bien no sabía aún donde acabaría ésta travesía, al menos estaba seguro de a donde no quería volver.

-Hasta nunca, 305- susurré, y subí el volumen. Sheryl Crow seguía cantando “Leaving Las Vegas”, sobre la cadencia de los seis cilindros del VTEC que nunca han dejado de sonar limpio y parejo como el de un avión, y que estaba punto de llevarme mucho más lejos de lo que lo había hecho nunca.

Oh, I’m leaving Las Vegas / The lights so bright / On a Saturday night / Leaving Las Vegas / I’m leaving for good / I’m leaving Las Vegas / And I won’t be coming back // No / I loved and lost, I’m most certain // Not this time.

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Agua, semillas, y leche con café.

Además de la música como compañía, iré también juntando otras mañas. He manejado por 18 horas solamente comiendo maní, semillas de girasol o anacardo y bebiendo agua y café con leche de las botellas de Starbucks en lugar de bebidas energéticas como Red Bull y Monster. Cuando de cualquier forma no son suficientes contra el sueño, música alta, aire acondicionado directamente al rostro y la configuración de asiento más incómoda. “Trastear” los controles, cambiar luces, bajar y subir el volumen o el aire acondicionado. No solo tener pensamientos, sino también acciones que alejen la mente de la monotonía. En el más extremo de los casos he prendido todas las luces de la cabina (el cerebro se activa cuando hay luz alrededor), y funcionó.

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No suelo llevarlo a más de 70 millas por hora (alguna vez alcancé las 110, pero no es la idea). El consumo óptimo para cualquier auto está entre las 55 y 70 MPH sin exceder las 2400 RPM, -dato importante para estos tiempos de precios de gasolina en alza-. Tony Santamaría, uno de los mejores choferes que he conocido prefería descansar de día y manejar de madrugada y rápido, porque según él cuando uno va despacio el cerebro también, y se adormece. Contrario a la alerta a la que se ve forzado cuando se va a velocidades más altas.

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Agosto 2021. Morristown, New Jersey. “Las leyendas se hacen”

This is how legends are made.- es todo cuanto atino a decir a modo de saludo, repitiendo la canción que sonaba cuando apagué el auto en Skyline Dr. con las luces de Nueva York en el horizonte. Debo tener cara de corredor de fondo que cruza al fin la línea de meta con el corazón, como Juantorena. Karen me abre la puerta, pasadas las 11 de la noche. Me mira de arriba abajo como chequeando mi integridad física, y estalla en risas al escuchar aquello. Después de dos tiradas (Miami –Wedgefield, FL – Marietta, GA) necesité un día en casa de Mumy y Pedro para reponerme y dejar descansar el caballo antes del tramo más largo de 14 horas. En suma, han sido casi 1600 millas. Hay quien lo hace en una tirada a lo largo de un día, pero a mí francamente me importa un carajo. Ésto no es un concurso y yo no estoy compitiendo con más nadie más que conmigo mismo. Y en ese caso, sí me he ganado y a lo grande.

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En Morristown me instalaré unos meses. Jorge y Karen me han dado asilo mientras duren mis viajes a España y luego a Rusia. Mientras, trabajaremos en el libro sobre la historia de la familia que cada vez se hace más fascinante y más complejo de organizar. En esa temporada en New Jersey también pasarán cosas además de los viajes. Otras alegrías vendrán, y otras desilusiones. En Morristown tendré que moverme también, porque si bien no tendré gastos de renta o alimentación, habrá otros para los cuales tendré que separar algunas horas del día y nuevamente hacer entregas de comida, ahora con Doordash. También trabajaré tomando fotos culinarias para UberEats. Esas ocupaciones me harán explorar y conocer New Jersey (y como és lógico, apropiarme emocionalmente de ciertos lugares) como mismo sucedió con Miami. En Morristown eché el ancla en verano y luego partiré en invierno, pero en este punto aún no lo sé. No tengo mi vida pensada más allá de ese viaje a España. En realidad, esa noche ni pienso nada: vengo cansado, pero victorioso y feliz por haber llegado lo más lejos que he llegado por mí mismo hasta ese día de mi vida.

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Noviembre 2021. New Jersey “El tío Amaury”

Pongamos que hace un mes he regresado de la península ibérica, con la cabeza llena de esas dopaminas que te desubican el ego. Pongamos que me traje otra gran ilusión que pronto se convertirá en otra gran desilusión y que nuevamente tendré que gestionar mientras conduzco a través de los bosques de New Jersey tal cual lo hice meses atrás por las carreteras del sur de la Florida. Pongamos que mientras estaba en España se dio en la oportunidad de encontrarme con mi familia en Rusia, y de imprevisto tuve que planificar y presupuestar un segundo viaje interoceánico.

Jorge y Karen me han concedido una prórroga a mi asilo hasta mi vuelta, con la condición de que siga trabajando en los diarios del tío Amaury Escalona Almeida, un voluntario cubano de UNRRA, el primer ejército civil creado por las Naciones Unidas para atender a los desplazados por la Segunda Guerra Mundial en el Europa de 1945. Transcribir sus cuadernos es prácticamente otro viaje, pero esta vez en el tiempo y sin moverme de la silla.

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Amaury se vino a Estados Unidos con 35 años para recibir su entrenamiento en Washington DC y dos meses más tarde ya estaba asignado al sur de Alemania a cargo de los servicios médicos de un campamento de desplazados de guerra. Tan pronto le asignaron un auto comenzó a explorar los pueblos y a visitar amigos en las regiones aledañas durante los fines de semana. Amaury detuvo su auto en la noche a orillas del Danubio para escribirle una postal a la luz de una linterna a la chica que dejó en La Habana. Años más tarde, de vuelta del desamor que le provocó perder a aquella chica y de otros tantos malintentos, cansado de no encontrar una compañera a su medida redireccionó su naturaleza idealista y pasional hacia el amor a la familia y los amigos. (Al parecer la suma de tantas lejanías y solitudes lo habían hecho demasiado suyo como para darse a alguien). Todos quienes recuerdan al Tío Amaury lo asocian siempre a un auto que él siempre nombraba “Jesús del Gran Poder” no importaba cual fuera el modelo de turno, siendo él capaz de hacer una travesía Cayo Hueso a Chicago sin detenerse más que a repostar gasolina.

A este punto ya no solo estaba yo sorpendido al ver tantos paralelos conmigo, sino también sospechando que el porvenir no me fuera menos similar al resto de su historia. Porque según recuerda Jorge, Amaury también gestionaba sus frustraciones sentimentales y laborales manejando por la misma North Ave donde tomaba yo el bus todos los días cuando paré durante unos meses no lejos de la casa donde él viviera. No sé si será reencarnación, karma o genética, pero descubrirme viviendo en circuntancias parecidas, tomando acciones motivadas por una voluntad de servir, y evolucionando de maneras similares a las del Tío Amaury hace ocho décadas atrás, me es un deja-vu tan apasionante como aterrador.

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Enero 2022. New Jersey – Houston. Salto de fe.

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Aquel diciembre en Moscú cerré el último ciclo que tenía pendiente: reencontrarme con mi familia. A este punto todos los empeños de los últimos tres años ya habían encontrado su fin. Hasta ahí llegaba el viaje de Ulises, que no regresaba aún a su isla, pero sí a su gente, y eso me valió como fin de la historia. Ahora solo quedaba ver en qué tierra sembrarme al regreso cuando menos a mediano plazo, para poder recuperar tiempo y acercarme lo más pronto posible a mi sueño de ser corresponsal internacional.

“En Texas pasan cosas.” me aconsejó un amigo que alguna vez trabajó en el Houston Chronicle, y con la misma concertó -al menos de palabra-, una entrevista con fecha indeterminada con la editora gráfica del periódico. Y a falta de un plan mejor y a sabiendas de los sitos a donde no quería regresar, empaqué todo nuevamente en el auto y me despedí de New Jersey con las nieves de enero, poniendo rumbo a un centro sur de los Estados Unidos donde ni había estado nunca, ni tanto menos tenía a nadie más que un amigo que recién había cruzado la frontera. Un salto de fe.

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Los dioses que me fueron propicios para remontar otras 1600 millas en dos días, me negaron su gracia nomás llegar a Houston. Un separador casi imperceptible en medio de la autopista 69 me hizo reventar ambas gomas de la izquierda, y ahí empezaron los problemas. El ingreso del carro en un taller trajo consigo la dilación del lapso para asentarme y para empezar a reponerme de las deudas que ya se iban juntando. Febrero 2022 es un agujero negro en mi memoria donde no puedo recordar detalles por más que lo intente. Una vez más el Champagne Supernova sacó la cara y tras unos arreglos mínimos para mantenerlo funcionando me llevó cada noche a repartir comida por una ciudad desconocida con él apagándose en baja y manchando de aceite el parqueo del motelucho donde paramos a lo largo de casi un mes en una habitación llena de cucarachas.

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La suerte fue encontrar en Craiglist a Nikolas McAlister, que no es un escocés de Glasgow, sino un afroamericano de Atlanta lleno de tatuajes y cicatrices, mecánico móvil que llegó en su pickup y se metió bajo el capó de mi auto en el parqueo de Home Depot. Nikolas McAlister toma clips de video en su teléfono móvil para acceder a las zonas a donde no llega la vista. Luego, con la economía de movimientos y acciones de un cirujano soluciona el problema en minutos. Una semana más tarde y después de algunas órdenes de piezas por EBay, el Champagne Supernova está nuevamente de alta.

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– Hombre ¿esto acá es así de rudo? Llevo un mes aquí sintiendo que Houston quiere asesinarme.

– Yo llevo años aquí sintiendo lo mismo. Día por día.

– Carajo, pero es muy es cabrón estar al mismo tiempo sin casa sin trabajo, sin carro y sin dinero, lejos de todos los sitios y las personas que conoces, ¿no?

– Siempre puede ser peor: podrías estar en prisión.

-….. okay.

Me quedo mirando el resto de la cirugía en silencio.

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Marzo, 2022. Hoston, Texas. Las vidas del caminante.

Cuando le cambié la registración a Texas tuve que contratar también una nueva póliza de seguro. Ahí apareció un historial del carro que ya había sido asegurado antes con Progressive, y resulta que su primer dueño lo compró precisamente en Houston, y lo tuvo rodando por 12 años hasta que se lo llevaron a la Florida en 2012 con 187k millas y según aparece también reportado como una anomalía que de repente mostrara 86k. Cuando lo compré en enero 2021 marcaba poco más de 174k. Eso quiere decir que este cabrón debe tener más de 300 000 millas rodadas, de las cuales las últimas 17k han sido solo conmigo forzándolo a viajes interestatales. Éste mulo es un campeón.

Punto aparte es mi convicción de ser su último dueño, aquel que por designios del universo lo ha traído a retirarse justo al sitio donde inició su vida útil en tiempos en los que yo salía de la escuela secundaria. Tal vez no hay tanta casualidad en su aparición en mi vida, y por pura metafísica no fue sino él quien, sabiendo algo que yo aún ni yo sabía, me eligiera a mí para devolverlo después de tanta marcha al lugar donde rodó por vez primera. Al final siempre volvemos al principio.

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Junio, 2022. Texas. “Ready or not.”

El preestreno de “TopGun: Maverick” ocurrió en la noche del mismo día de masacre de los niños en Uvalde. Me había pasado la tarde conflictuado entre si lanzarme o no a cubrir aquella tragedia. Google Maps mostraba un viaje de casi cinco horas, y más allá del un par de viajes a Galveston, yo no me había querido alejar mucho de la ciudad después del accidente de enero. Incluso le había consultado a Godo Vázquez, reportero gráfico del Chronicle. “Hazlo solo si tienes a quien venderle las fotos”. Anotado pues.

Justo antes de que se apagaran las luces de la sala envié un mensaje a la redacción de Zuma, y metí el teléfono en mi bolsillo sin activarle la vibración. “Top Gun: Maverick”, más que una película fue una experiencia más allá del espectáculo visual. Y su momento pre-clímax fue justamente el punto de giro de mi día, de mi salto de fe, de mi penitencia y de mis tumbos de un lado a otro durante tres años y medio. Hablo de esa escena antes de la batalla final cuando Maverick saca a Rooster de las inseguridades que ha arrastrado durante toda la película con cuatro palabras.

Hey! You got this!

Me lo dijo a mí.

Y como si eso no bastara, saco el teléfono al salir del cine y encuentro la respuesta del editor de guardia en Zuma Press.

GO, CARLOS. GO!

Dos horas más tarde rodaba por la I-10, con rumbo Oeste. Cinco horas de ida y otras tantas de regreso. Y el viejo Honda me llevó y me trajo.

“Cuando no tengas nada que hacer, vete a la frontera por defecto, siempre hay algo” – me había aconsejado Go Nakamura. Joder si había algo: todos los medios cubanoamericanos mencionaban un lugar en común: Eagle Pass. Una explosión de migrantes arribando a la frontera y a mí resonándome las palabras de Nakamura. Algo habrá, me dije, y presupuesté dos noches con mis ahorros. Eagle Pass está a una hora más de carretera, pasando, de hecho, por Uvalde. Vamos, que hasta el camino lo conocemos ya. 700 millas más para el odómetro. Y viejo el Honda me llevó y me trajo.

Una semana más tarde recogía a Carla Colomé en el aeropuerto de Houston. Al saberme ahí en el primer viaje me contactó para hacer equipo para un reportaje de tres días. Y el viejo Honda nos llevó y nos trajo. (¡Y hasta un cameo se ganó en el reportaje!)

… y Mario decía que era un carro intermunicipal.

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Agosto 2022. Houston. El canto del cisne.

Hace días que las cosas no andaban bien con él. Un lunes volábamos por la 45S de camino a una sesión de fotos cuando se encendió el indicador del aceite. Mi carro se desangraba y yo sin saber ubicar la herida viví de diálisis en diálisis a un galón de aceite por semana. McAllister estaba en Dallas, pues allá le iba todo lo bien que no le iba en Houston, y cuando finalmente di con otro mecánico resultó que todo el problema era una rotura en el filtro del aceite. En una hora se resolvió eso, y el cambio de un par de sensores de oxígeno que me habían tenido otro indicador prendido desde el primer día. Por primera vez pude disfrutar mirar la pizarra de mi auto totalmente apagada. Pero la felicidad dura poco en casa del pobre, y el alivio iba a durar apenas un suspiro.

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“Hermano, cuando puedas chequea la transmisión” fue la despedida del mecánico. O la sentencia. Apenas dos días después empezó dar problemas al cambiar las velocidades.

La transmisión automática es la pieza más compleja de un auto. El coste del arreglo era prácticamente el de otro carro igual de antiguo que por demás yo tendría que seguir arreglando. Eso, sumado a los gastos que ya había tenido a lo largo del año, dividido entre 12 meses equivale cómodamente a la mensualidad de un auto más reciente. “Aquí o pagas letra (mensualidad) o pagas mecánico –me advirtió mi primo Mario Ernesto nomás haber llegado yo-. Pero siempre, siempre, siempre pagas.”

-Si la arreglas con nosotros no vas a tener problemas de transmisión más nunca- insistió Patrick, el mecánico del taller, tal vez como último recurso para seguirme exprimiendo la cartera.

-Sí …de trasmisión. ¿Qué es lo próximo que va a fallar?

– ¿Qué vas a hacer entonces?.

Junk (chatarra). ¿Tienes alguna idea mejor? – Dije ésto con la resignación determinada de quien decide sacrificar a su caballo enfermo con tal de no verlo sufrir más.-¿Me aguanta el viaje de regreso a casa?

– Aguanta eso y tal vez algo más Pero te va a dejar tirado en cualquier momento.

Como los ancianos que por más fuertes y saludables que hayan sido acaban muriendo de fallo multiorgánico cuando su cuerpo se rebela ante tanta muerte pospuesta por los médicos. Como el naufragio inevitable de una pareja que se queda sin fuerzas para sacar el agua y tapar fisuras al unísono en un casco que hace aguas por todas partes. Esa conexión hipersensorial que se establece entre la máquina y el humano que la opera a este punto me hace percibir cada vibración o sonido anómalos de mi Champagne Supernova como una extensión de mi cuerpo, y me indica que mi viejo compañero me está pidiendo el merecido retiro después de darlo todo y más.

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Septiembre, 2022. Westchase, Houston, Texas. “Time to let go

Sobre mi mesa una nota manuscrita:

No es el carro en sí, sino la conexión que lograste hacer contigo y los círculos que se cerraron gracias a la libertad que te dio para poder moverte a voluntad y llevar a la realidad pensamientos y emociones. Esas acciones, en suma, son también las piezas con las que uno se construye a sí mismo. El Champagne Supernova no es un carro, sino el símbolo los progresos que hiciste durante los mas de 600 días que rodaron la vida juntos.

Pero llegó la hora separarnos, y estoy en paz con ello. El Champagne Supernova se retira con todas las medallas y honores de un héroe de la resistencia. Contrario a aquel golpe de suerte que lo hizo aparecer en respuesta a un arranque de pasión, ésta vez me he tomado el tiempo de tener al menos un margen de elección para el relevo. Un Subaru Forester debe llegarme en una semana tras haber firmado yo un contrato de 72 mensualidades con éste país al que nunca me he quise amarrar demasiado. “Quicksilver” lo he nombrado desde ya por su discreto color plateado, y más le vale al Quicksilver saberse merecer el lugar de quien está reemplazando. Una semana que se hace corta si la tomo como el período de gracia para despedirme del caballo con el que peleé tantas batallas y ahora siento agonizar en cada cambio de marcha. Despedirme en el corazón, que es donde uno se despide de la gente, de los lugares, y de las cosas que ama. El Champagne Supernova dejará de ser el Champagne Supernova tan pronto se me pierda de vista remolcado entre los otros autos de la calzada, y la vida seguirá, ya sin él. Como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.

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De momento aún está en el parqueo donde me ha traído cada noche más viejo y más cansado yo, que aún sigo en un limbo indeterminado entre el [kilómetro] cero y el infinito. Ahí está con su color dorado que ha resistido a los soles inclementes del sur y a las nieves del norte; sus heridas de guerra y los stickers de la National Press Photographers Asociation, el “FAILURE IS NOT AN OPTION” que nunca dijo en realidad Gene Krantz -pero igual me vale-, y la discreta pero elegante alegoría a su nombre que encontré en ETSY, obra de un artista neoyorquino.

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Lo miro desde la ventana, y recuerdo aquella noche que lo vi por primera vez en un jardín de West Miami cuando a primera vista me pareció un carro feo y desproporcionado. Hoy, 20k millas y tantas vidas después, no entiendo cómo ese mismo auto ahora me puede parecer tan hermoso. En mis penúltimos días con él lo recorro con la mano antes de abordarlo como mismo hace Pete “Maverick” Mitchell a su Hornet en la peli. A veces, como bien (a)notó Carla, le beso el volante también.

Boys and their toys.

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