“For the records.” (o “Evocando a Yanay en dos secuencias, en su cumple veintisiempre.”)

EXTERIOR. DIA. Café “Venezuela” en Miramar. Dic 2012.
Livio y Kako charlan en la línea.
Entra Yanay a recoger una orden de sandwiches. Se sorprenden por la coincidencia y se saludan con afecto.

Y: Me tengo que ir rápido que estoy haciendo producción.
L: ¿Con el tronco de cámara que tú eres estás haciendo producción?
Y: -Hay que hacer de todo.
Yanay se monta en una camioneta y se marcha sin dejar de mirarlos y sonreír.
L: Qué chiquita tan grande. Mira que yo la quiero.

EXTERIOR. NOCHE. Food truck de comida venezolana en Tampa. Dic 2023.
Kako toma fotos en una asignación para DOORDASH. Luis, el dueño, se acerca con cachapas para las fotos.

L: ¿Cómo es eso de que tienes que ir a Caracas? ¿A buscar qué?
K: A subir al Ávila. Alguien que me quiso mucho y me tuvo mucha fe cuando ni yo mismo me la tenía subió y pensó en mí. Y me hizo prometerle qué yo haría lo mismo a cambio.
L: Ah pana, seguro que esa fue una novia que te dejó y se fue.
K: Fue más que eso, broder. Fue… mucho. Y sí, se fue, pero al lugar de donde no se regresa.

Pausa. Silencio incómodo.

L: ¿Y qué fue lo que me dijiste que hacías en Hollywood?
K: Producción.
L: Pero tú eres fotógrafo.

Kako mira al cielo por un instante y sonríe.

K: Hay que hacer de todo.

Alla, mi ángel. (O “Aquella larga noche”)

Mi socio:

Hoy hacen 4 años que te marchaste del mundo. Los mismos casi cuatro años que hacen que me fui de Cuba después de besar tus cenizas como si te besara en la frente, días después de esa última noche tuya de la que hoy hacen cuatro años. Ahora es madrugada también y yo miro el edificio contiguo recortado por el marco de la puerta del patio tal y como veía aquella vez el pabellón de enfrente del Hospital de la Covadonga iluminado por la luna a través del rectángulo de la puerta del pasillo exterior. Fue durante la última vez que te dormiste, con tu mente agotada por luchar contra tu cuerpo que se resistía a morir muy a pesar tuyo. Y a pesar de mí, también, porque ambos ya queríamos que hicieras el tránsito de una puñetera vez. Porque ya habíamos aceptado que no había arreglo, que ésta vez sí te ibas y no querías seguir dándonte y dándonos más noches de agonía. Tú estabas agotado de luchar contra el dolor, pero más que nada contra la vergüenza de aceptarte viejo, sin fuerzas, jodido y sentenciado, tras una vida entera tan saludable, fuerte y activo. Y joder si lo eras, que por más que se rindiera tu mente no se rendía tu cuerpo, aferrado tercamente a la próxima bocanada de aire, a otra cucharada de sopa, a una mañana más. Esas noches fueron la evidencia de cuán fuerte puede llegar a ser el cuerpo humano cuando se resiste a morir.

Unos meses más tarde, ya fuera de Cuba, se me juntaron una amigdalitis y una infección en los riñones. Yo estaba solo, sin medicinas, y sin saber qué hacer, a quien llamar o a donde ir. Me desperté como a las tres de la mañana en un colchón de aire ponchado y yo entripado en sudor por una fiebre que apenas me permitía moverme de los temblores. Una parte de mi mente pensó en lo peor. Más que pensar, lo aceptó tácita y silenciosamente. En ese momento sentí como nunca antes lo que eran el desamparo, la vulnerabilidad, y la idea de que hasta Dios lo ha abandonado a uno.

Fue entonces que volteé la cabeza y te vi. Estabas sentado en aquel sofá. Tu figura estaba recortada por la luna en los cristales. Eras tú, definitivamente: el perfil de tu cabeza, tu nariz, tu pelo, tenías puesta la camisa blanca de cuadros, el pantalón marrón, los mocasines, el Seiko que miraste un par de veces. No te acercaste. En realidad ni siquiera me miraste nunca. Apenas estabas ahí sentado tranquilo. A buscarme no venías entonces, sino acaso a dejarme saber que estabas ahí para mí, como cuando me cuidabas las fiebres de niño. Saqué fuerzas de no sé ni donde, y en medio de la madrugada y del delirio me cambié el pulóver y las sábanas sudados. Los temblores casi me paralizaban y a la luz de una linterna inquieta como una luciérnaga le encontré el escape de aire al colchón para ponerle un parche. Nunca sabré cuán grave estuve clínicamente hablando, pero de veras creí que Eduardo y Gaby iban a regresar de Brasil y me iban a encontrar muerto de una sepsis.

Esa noche fue el recordatorio de cuán frágil puede llegar a ser el cuerpo humano, que lo mismo se resiste por más tiempo del previsto, o bien se detiene frente al umbral de un momento a otro y sin avisar. Por eso, esa noche me hice la promesa de que si veía la luz del día siguiente no iba a perder chance de decirle a todo a quien quisiera, que lo quería. No fuera que esa persona o yo mismo no llegáramos a ver la luz de la mañana siguiente y alguien se quedara con cosas por decir. Y amar, viejo. Amar como si no hubiera un mañana. Porque un día es verdad que no hay mañana. Porque cualquier noche puede ser la última.

Entonces sucedió el milagro. Bueno, no fue un milagro al 100%, sino al 50, porque el otro 50 lo puse yo mismo. Mientras buscaba alguna otra cosa en la maleta aparecieron unos antibióticos que me había puesto mami a última hora hacía dos o tres viajes atrás – “la doctora Odalys” le decías molesto por cosas como éstas, y mira-. Por otra parte, no sé qué epifanía me bajó o qué canal sintonicé, que me dio por agarrar aplicadores y metérmelos yo mismo en la garganta mojados con “listerine” (enjuague bucal antiséptico) para restregarme las placas. Así, a lo bestia, a lo Di Caprio cosiéndose él mismo las heridas en la película del oso. A los dos días cuando regresaron Eduardo y Gaby ya lo peor había pasado.

La luz de la mañana siguiente apareció en esa ventana, por supuesto. Pero en realidad la luz fuiste tú. Hasta después de haberte marchado estuviste ahí para cuidarme. No sé qué coño hubiera pasado conmigo de no haberte aparecido tu en medio de aquella noche tan larga.

Mi Abuelo Alla. Mi socio. Mi ángel.

Te quiero, viejo, dondequiera que estés.

"Ay, Tío!" (O "El hombre que siempre estuvo ahí")

Me sirvo un whisky para conjurar la memoria y las palabras. Hace meses que no bebía algo fuerte. Esta botella la compré para no sacrificar otra con la que llevo año y medio en la maleta mientras doy tumbos por el mundo. La que me regalaron por mis 37 y que yo llevaba como ofrenda a casa del Flaco la próxima vez, fuera cuando fuera esa próxima vez. Porque habrá una próxima vez en casa del Flaco. Quien no va a estar será el Flaco, porque ayer se le gastó el corazón de tanto usarlo.

No se suponía que fuera así. Ellos debían haber caído como Aquiles, jóvenes y hermosos, cuando un misil HARM les volara la Estación de Conducción de cohetes antiaéreos donde dirigían el Volga o el Pechora que derribaría a su vez al Phantom o al Prowler que les habría disparado el HARM. Así, estilo duelo de western, o más bien de las películas soviéticas con las que crecieron: me jodiste, pero te jodí. Honor y Gloria. “Slava” y pasa los créditos con acordeón y balalaika. конец.

Pero no. Los dioses tenían otros planes y desviaron las balas y misiles que venían a por ellos como lo hacían en Troya con las flechas y las lanzas. Pasaron los años y el chance de la muerte homérica. Volvieron a casa. Se casaron y se divorciaron, y se volvieron a casar. Criaron hijos y nietos, trabajaron de 8:00 a 5:00 (a veces desde más temprano hasta más tarde), y siguieron yendo a donde los mandaban con la convicción de que ahí es donde eran más útiles. Al Flaco lo alcanzó finalmente la flecha de Apolo mientras estaba de guardia un sábado en su oficina (acaso su Estación de Conducción de éstos tiempos). Un rato ántes había tenido una charla trivial con su hija Graciela por más de una hora, y la mañana siguiente él iba a llevar a mi hermana y mi sobrina a hacerse una radiografía. Según Graciela no se sentía mal. O en todo caso no lo dijo. De haber sido así, probablemente haya pensado que aquella molestia en el brazo izquierdo se debía a una mala postura o que el dolor en el pecho era un gas atorado. Morirse ellos, que a tantas posibles muertes habrían sobrevivido. “Nah, yo no soy viejo ná, esto se me pasa en un rato”.

En el resto-de-la-vida que les acabara siendo un spin-off de aquella peli soviética, pasaron del heroísmo episódico al heroísmo cotidiano de ser íntegros, consecuentes, responsables. El de ejercitar una y otra vez la virtud de saber estar. Tio Bisbé le decía a mi hermana hace justo unos días que él tenía el privilegio de haber estado junto a mi padre los días en que nació su primer hijo y su primera nieta. “Privilegio” dijo, porque así de importante le era estar presente para compartir los momentos trascendentales de las personas que amaba.

Hace cuatro décadas atrás el convoy que transportaba su grupo de cohetes hacia el Frente Sur de Angola cayó en una emboscada de la UNITA. Tiraron, y tiró. Tal vez, mató, no lo sé, ni él mismo sabía. Él salió ileso, pero le mataron a un soldado. Un muchachito de Holguín cuya dirección rastreó, y no paró hasta que años más tarde se las agenció para ir visitar a la mamá del chico, una señora muy humilde que vivía en una casa muy humilde en un pueblito muy humilde ubicado donde diablo dio las tres voces. Y hasta allá fue el Flaco Bisbé a pedirle perdón por no haber cuidado bien de su hijo. Así de sencillo y así de grande.

Hoy repaso la película de mi vida y descubro a Tío Bisbé en más secuencias de las que esperaba. El Flaco estaba ahí incluso antes que yo mismo.

– La foto de Bisbé y papi con 14 o 15 años, en la boca de una cueva cuando eran miembros de un grupo de espeleología.

– El cuento de que dormía a Las Niñas (Cristina, Susana y Patricia, sus tres primeras hijas) cantándoles a Silvio porque su repertorio de temas infantiles iba de escaso a nulo.

– La leyenda que la tarde en que yo nací y era noche en el sur de Angola. El Flaco y mi padre estaban asignados en la misma unidad de combate. Papi quería un varón, mientras Bisbé, por llevarle la contraria apostó por una hembra. La apuesta era una botella de ron. Esa noche El Flaco estaba de guardia en el puesto de mando cuando radiaron la noticia, corrió a buscar a mi padre y decirle que “la niña” había nacido. Así que fue a papi a quien le tocó abrir su botella. El Flaco aguardó hasta acabar la primera para sacar la suya con una sonrisa y un guiño “era jodiendo Juanca. Es varón”. Y ahí mismo se bajaron la segunda. (si me está fallando la memoria y esta historia no es exactamente así, por favor, NO me la corrijan, que se non è vero, è ben trovato)

– De vuelta a la Unión Soviética para la maestría, el Flaco se aparecía en nuestro apartamento los domingos a comer (creo recordar que la cocina tampoco era de sus mayores virtudes). “Esto es para la mamá -decía- esto es para el nené y esto es para el papá” y repartía en ese orden una tableta de chocolate, una barrita, y una botella de vodka. Luego le tocaba mediar en los conflictos entre una madre debutante y un niño temperamental que se sentía protegido de los regaños de su madre mientras Tio Bisbé estuviera presente. Mamá (joven, primeriza, país lejano de clima e idioma extraños) se enojaba siempre. Papá, a veces. Tío – pausado, ecuánime, incombustible, como en un perenne estado zen- no se inmutaba ni ante la alarma de un ataque nuclear.

Un día me hirieron levemente con las estrellas de las charreteras mientras me tenían cargado. Mi madre fue a por alcohol y corrí a refugiarme en El Flaco. Yo, en fuga me escurría de ella así que fue él quien me aplicó el algodón de imprevisto. salté del ardor y la sorpresa “¡AY, TÍO!”. Me contaba luego que jamás se le desdibujó mi mirada acusadora de niño traicionado por la última persona que le haría daño en éste mundo.

– La foto de los tres, en la Plaza Roja, el Flaco y papi con pelo, y yo con un disfraz de cosmonauta. 1ro de mayo -creo- del ´86.

– Años de bodas, hospitales, quinces y cumpleaños, nochebuenas y nocheviejas, funerales. Nunca un “no”, siempre un “sí”. En las verdes y las maduras. Salir de mi cuarto un domingo y ahí los dos, el “Flaco” y “Juanca” con la charla y los alcoholes, como siempre.

– El sábado que crucé el puente Almendares en la mañana y lo vi en el parque, empujando el columpio de su hijo Jochito. Esto es irrelevante hasta tanto no vengo de regreso medio día más tarde y lo vuelvo a ver en el mismo parque… aún, empujando el columpio de su hijo Jochito.

– Los insultos de humor negro en escalada que intercambiaban él y Graciela, ella con 16 años y él en sus cincuenta, que los hacía ver desde afuera como si ambos tuvieran trece.

– Los círculos de amigos, en su casa, que con el tiempo ya se venían convirtiendo en círculos de abuelos. La selecta hermandad templaria, y templada por los años a la que me dejaron entrar tácitamente como los mosqueteros al joven D´Artagnan; y donde yo prefería pasar las noches de sábado en mi adolescencia en lugar de irme de fiesta con los amigos de la secundaria. Los alcoholes, desde los más peleones hasta los más refinados que conocí a través de ellos, las historias (con minúscula), la Historia (con mayúscula), la cheklist de tres puntos que debía cumplir una novia para ser novia -y que me reservo-. Las notas que tomé para la vida, en fin. Aprender de ellos por ósmosis a ser el amigo que creo ser de mis amigos.

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– Verlo hablar en la televisión donde la gente suele atemperarse, y él con el mismo tono de siempre. Marcando cada palabra con la seguridad de quien tiene el párrafo entero en la cabeza desde antes de empezar a hablar. Su estilo fingidamente sarcástico, burlón y hasta intimidante, enfatizando a veces el final de la oración. El Flaco era el tipo que si no lo tenía todo pensado y bajo control, al menos lo aparentaba bien y además lo proyectaba como el solo sabía hacerlo. A veces se me antoja que su comportamiento en público tal y como se esperaría, era una parte suya que se mofaba en secreto de la maldita circunstancia histórico-geográfica que le impidió ser el hippie que hubiera querido ser.

– “Un abrazo fuerte” fue su mensaje que recibí aquel 28 de septiembre de 2018. Fue por él por quien supe que había muerto mi abuelo. “Un abrazo, fuerte” le escribí ayer a Sissi y a Graciela. Solo agregué una coma.

– Los cumpleaños que nunca nos pasábamos por alto. Los lugares y las cosas que iba encontrando por el mundo -la silla de su abuelo en un hemiciclo del Capitolio de la Habana, un café en Barcelona nombrado con su apellido-, que me recordaban a él y siempre le dejaba saber. El Flaco, además de ser amigo de mi padre, también lo era mío a éste punto, compartiendo ya rituales propios. Los últimos chats, en los que me pedía consejo para comprarse una cámara y yo siempre le sugería el mismo modelo. Él siempre se despedía con un “cuídate mucho”. A este nivel las palabras, tanto las dichas como las que no, importan.

-Dice mi hermana que hace unos días descubrió que él tenia una foto mía impresa en su oficina. La tenía frente a su escritorio porque lo relajaba. Es justo la misma que tengo frente a mi cama y es lo primero que veo al despertar. Hay rituales tan secretos que a veces ni los participantes lo saben.

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Voy por el último trago. He reído mucho y llorado aún más. Porque si no bebes, y te ríes y lloras mientras escribes sobre el Flaco Bisbé lo que estás escribiendo es una mierda. Uno aprendió a ser hombre y amigo porque la devoción y la lealtad estuvieron ahí perennemente, religiosamente, tangible y factualmente alrededor de uno, día por día, abrazo por abrazo del Flaco Bisbé, a quien ayer se le gastó el corazón de tanto usarlo.

Ahora uno se queda a solas con el suyo propio, hecho un trapo al saber que ya no está aquel que siempre estuvo, y que estaba aún más de lo que uno mismo suponía. No está fuera, porque dentro se nos queda, a ver como lo vamos despidiendo poco a poco. Porque no es sino en el corazón -le dije ayer a Graciela- donde uno se despide verdaderamente de las cosas, de los sitios y de las personas que ama.

Tal vez él debió morir joven en un duelo de misiles contra un Phantom. Tal vez yo debería escribir obituarios para una revista del corazón. Pero aquí estamos, en la vida real y no en ninguna película, cargando con nuestros huesos y nuestras decisiones lo mejor que podemos, ahora un poco más solos y tanto más desamparados. Pero celebrando una vida, más que lamentando una muerte.

El gusto es nuestro, Flaco. El privilegio ha sido nuestro.

на здоровье!